Lluvia

Lluvia

Nicu estaba sentada en un taburete de uno de los múltiples puestos de comida callejera del barrio de Shinjuku mirando como caían los últimos hilos de lluvia de una larga tormenta de verano. Con una mano se sujetaba la cabeza reclinando la mejilla contra su palmo izquierdo y, con la otra, jugaba con los restos de soba de su bol revolviéndolos desganada con los palillos. Si almenos hubiera tenido el valor suficiente, hacía un par de minutos, antes de que Shinu se marchase. Se reprochaba. Lo había ensayado infinidad de veces en su mente tumbada en la cama antes de acostarse. Al final, como siempre, había sido incapaz y sólo había podido articular un par de frases fuera de sitio y sin sentido.

– Invito yo –se había levantado Shinu alargando los dedos con un puñado de monedas hacia el dueño de la tienda.

– Gracias –había respondido ella de forma automática-. ¿Shinu, me acercarías la mano al pecho? –había soltado ésta de repente, que desde hacía días le daba vueltas a cómo contarle su secreto a su amigo.

Él, sin apenas inmutarse, ya acostumbrado a las extravagancias de Nicu, le había cogido su muñeca y la había guiado con firmeza hasta que ella tuvo su propia mano apoyada en su plano pecho. Nicu, desconcertada, había apretado los dedos contra su camisa sintiendo las bendas que la encorsetaban por debajo. Eso no es lo que hubiera tenido que pasar. Era la maldita mano de Shinu la que tendría que haber reposado sobre su oprimida feminidad. Este, ajeno a las preocupaciones de Nicu, y sin dar tiempo a que esta reaccionase, le dio un golpecito en el hombro y se despidió. “Nos vemos luego”. Nicu, después de que él desapareciese más allá de las cortinillas que daban a la calle, había suspirado impotente y se había abandonado a su mundo hasta ahora.

Inspiró profundamente y se levantó del taburete dando un pequeño brinco. Antes de abrir el paraguas para resguardarse de las tristes gotas que aún persistían, dio media vuelta para echar un último vistazo a la barra en la que instantes antes habían estado sentados y rebobinó la escena una vez más. Donde aún reposaba su pareja de palillos como buenos compañeros, le pareció ver un par de hormigas sin alas elevarse hacia el techo arrastradas por una corriente invisible. No entendía como siempre terminaban almorzando allí. Aquel sitio era mugriento.

Salió de la tienda y se dispuso a navegar a la deriva por las calles de Shinjuku, como hacía cada vez que necesitaba poner orden a sus pensamientos. Dobló la segunda esquina a la derecha en dirección a Shibuya confundiéndose entre un mar de paraguas de colores. A medida que avanzó por la avenida, los paraguas se fueron cerrando como tímidas flores recluyéndose en su interior. Nicu mantuvo el suyo abierto. Bajo la tela negra se sentía protegida. Se detuvo un instante frente a una librería de barrio que atrajo su atención. Allí de pie, una gota le salpicó el codo desde abajo y se le coló por la manga de la camisa ascendiendo hasta la raíz del cuello hasta perderse entre su tupido pelo corto. Pensó que la insignificante librería a duras penas podía respirar entre brillantes escaparates y paneles luminosos anunciando lo último en tecnología. El rebozado de su fachada se desmoronaba como un puzzle inacabado al igual que lo hacían a menudo sus ilusiones.

Nicu cogió una bocanada de aire y prosiguió sin rumbo fijo. Media docena de manzanas más allá, en la entrada del parque Chiyoda, notó como una leve ráfaga le subía por la pernera del pantalón. Desvió la mirada hacia el suelo húmedo y esta vez pudo ver como miles de gotitas se despegaban de la tierra para alzarse hacia el cielo siguiendo aquella peculiar corriente. Los últimos pétalos de cerezo caídos de la pasada primavera se les unieron en una danza vertical.

La gente echó a correr despavorida ante aquel insólito fenómeno que cada vez levantaba objetos de mayor sustancia. Periódicos, paraguas, móviles, agendas y carteras. Nicu siguió andando ensimismada por la extraña naturaleza de lo que observaba. Ella se sentía bien, distinta, como la lluvia que, como ella siempre, ahora había decidido ir contracorriente.

Absorta por el espectáculo, el azar la quiso llevar al callejón donde diez años atrás el mismo destino la había hecho esconder su verdadero yo. Un alarido punzante la despertó de su trance. Al instante se percató del sitio en el que se encontraba y tuvo un primer impulso de huir. No pudo, los pies habían empezado a despegársele del suelo. Tragó saliva y clavó la mirada en las profundidades del callejón. Las pupilas se le dilataron, sus pies forcejearon para mantenerse en tierra firme al igual que aquella fatídica noche de invierno. Notó como una mano furtiva le desgarraba las entrañas, como si todo estuviera volviendo a suceder. Alguien la agarró de la muñeca y tiró violentamente de ella. Nicu gritó aterrada.

Sus deportivas de goma volvían a contactar con el suelo. Era Shinu que la había rescatado de su pasado. Una lágrima de alivio le brotó de los ojos y se unió a la lluvia ascendente.

Arropada por los cálidos brazos de su amigo, Nicu se sintió segura y al fin pudo liberarse de las dudas que la perseguían. Allí abrazada, pensó en el misterioso poder que podía transmitir el contacto con la piel humana. No renunciaría a seguir siendo la misma Nicu, distinta de la que nació, pero con la que aprendería a sentirse a gusto. Quizá, así era como había querido ser siempre y sólo ahora podía comenzar a entreverlo.

Lentamente los pétalos de cerezo fueron descendiendo del firmamento. Bajo la lluvia que caía de nuevo, Shinu le dio un golpecito a Nicu en el hombro y los dos pusieron rumbo a las ahora desiertas calles de Shibuya.

También te podría gustar...