El monstruo de las acelgas

El monstruo de las acelgas

No me gustan las acelgas.
Pero vamos Pablo, ya estamos con lo de siempre –protestó su madre.
Sí… –reconoció cabizbajo.

Su madre suspiró armándose de paciencia.

Si ya sabes que al final te las tienes que terminar comiendo… -argumentó tratando de evitar la historia de todos los lunes-. Anda, vamos, cómete las acelgas.
Sí, lo sé –volvió a repetir aún con la mirada en el plato-. ¡Pero esta vez será distinto! –se alzó de la silla y clavó desafiante los ojos en los de su madre-. ¡No me las voy a comer! ¡Se acabaron las acelgas!

Paula suspiró de nuevo, esta vez más profundamente.

Vamos cariño, no te me pongas así –trató de ser más conciliadora-. Si son sólo un platito de acelgas, que ya te he puesto pocas porque sé que no te gustan.
¡Que no! ¡Que basta de acelgas! ¡Son asquerosas!
Pues mi amor, sabes que sin acelgas no hay ordenador…
Noooo… –protestó Pablo.

Se agachó para coger la servilleta que había caído al suelo y se volvió a sentar de mala gana. Observó con recelo aquella viscosa masa verde que se erguía imponente en el plato. Le clavó la cuchara con todas sus fueras e hizo una primera tentativa de llevársela a la boca. En cuanto la masa verde hizo contacto con sus labios, no lo pudo soportar.

¡Que no mamá, que no! –estalló- Que al igual que a ti te gusta el vecino de enfrente, a mí no me gustan las acelgas.
¡Pero vamos! ¿Se puede saber qué tonterías dices? -¿de dónde habría sacado Pablo aquella absurdidad? Se ruborizó Paula-. ¡Anda cállate, y cómetelas de una puñetera vez que ni las has probado!

A Pablo se le enturbió la mirada. Tragó saliva y ya le entró aquella desagradable sensación de arcadas. Su madre se apresuró a pegarle otro grito y a Pablo le saltaron las lágrimas de los ojos. Las acelgas se empezaron a mojar. A la pobre madre de Pablo se le rompía el corazón cada vez que su hijo lloraba. Trató de consolarle diciéndole que el plato se iba a convertir en una sopa de acelgas y que así aún sabrían peor. Las lágrimas y sollozos de Pablo brotaron aún con más fuerza, él odiaba la sopa. Le siguió insistiendo que no, que comer acelgas era lo peor del mundo, peor que cuando su hermana le robaba sus peluches, peor que cuando a ella se le quemaba el arroz y se ponía histérica. Paula contraatacaba de nuevo con el ordenador, con la televisión, con los dichosos peluches… Pablo berreaba y berreaba, berreaba cada vez más.

El toma y daca siguió varios minutos hasta que a Paula se le acabó la paciencia y dio un mamporrazo en la mesa. Pablo quedó mudo del sobresalto. El plato de acelgas tembló.

¡Ya está bien! –vociferó. Suspiró una tercera vez aún más profundamente tratándose de calmar-. ¿Pero es que Pablo, no lo entiendo, por qué no te comes las acelgas sin son iguales que las espinacas?

Pablo la miró sorprendido. La respuesta era evidente.

Porque las espinacas molan.
¿Cómo que molan?
Pues claro, se las come Popeye.

La madre de Pablo entonces lo vio claro y cambió de estrategia.

¿Pero tú no sabes la historia del monstruo de las acelgas? –le preguntó a Pablo.
No… –contestó él tímidamente.

Pablo se sentó atento. Igual las acelgas también eran guays y él no lo sabía.

Pues mira, había una vez, en un mundo muy lejano, un pequeño monstruo al que no le gustaban las acelgas –empezó a narrar Paula-. El pequeño monstruo las arrinconaba día tras día en una esquina de la mesa, hasta que una mañana se levantó y encontró que el plato de acelgas había desaparecido –se detuvo-. El inconsciente Verdi, que así se llamaba el monstruo, se puso muy contento, pero a partir de entonces, cada noche, tuvo pesadillas con las acelgas –prosiguió-. Atormentado, Verdi decidió recorrer el mundo hasta dar con el plato de acelgas para enfrentarse con él –Paula escenificaba el cuento cada vez con más ímpetu-. Valeroso, Verdi cruzó ciénagas y pantanos, atravesó grutas y cuevas, hasta llegar exhausto, tras años de travesía, al limbo donde van todas las acelgas olvidadas –la historia se le estaba yendo de las manos-. El plato de acelgas le esperaba desafiante al borde de un acantilado. El viento soplaba con fuerza y la cabellera de Verdi se ondulaba… como una acelga –no, no, eso no estaba bien-. Verdi se le acercó lentamente y alzó el tenedor para ensartar de una vez por todas a la viscosa masa verde –trató de reconducir la situación-. Dudó un instante al recordar la áspera sensación de la verdura deslizándose por su garganta –ya era demasiado tarde, pensó Paula, se había dejado llevar por su imaginación y ya no había vuelta atrás-, tiempo suficiente para que la horda de acelgas del limbo maldito le engulleran para siempre convirtiéndole en el terrorífico monstruo de las acelgas –terminó con una vil carcajada.

Pablo se quedó atónito mirando alternativamente a su madre y al plato. Estuvieron unos momentos sin decir nada hasta que Paula no pudo más y rompió el silencio.

Y ahora ¿qué? –inquirió nerviosa- ¿No te las vas a comer?
Mamá, me dan miedo las acelgas.

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