Campo de batalla

Campo de batalla

Relato con el que gané el 1er Concurso de Relatos Cortos de Aula de Escritores en 2010. También está publicado en la antología de relatos Leyendo entre líneas de la editorial Hijos del Hule.


Gatts avanzaba a golpe de espada bajo el atardecer por el campo de batalla. A sus espaldas, el grueso de las tropas cristianas lidiaba con la avanzadilla musulmana. Delante suyo, el ejército morisco se preparaba para repeler la embestida de los cruzados. Gatts levantaba el hierro y lo blandía con fuerza atravesando las corazas enemigas. Uno tras otro caían a sus pies y Gatts seguía impasible. “¿Dónde está?” – se preguntaba. Hundía la hoja en el abdomen de sus adversarios y giraba la muñeca bruscamente. La sangre tibia le salpicaba la piel. Acto seguido, retiraba la espada con violencia y se disponía a repetir la hazaña tantas veces como hiciera falta. Con cada golpe sus fríos dedos crujían, era invierno, aunque en medio de la lucha eso poco importaba. “¿Dónde está? – se repetía. Gatts miraba frenético a su alrededor. Sus ojos brillaban, al igual que los de los demás combatientes. Los miembros mutilados volaban por doquier. A su izquierda, notó como una flecha le rozaba la sien. Sólo era cuestión de tiempo que alguna le alcanzara. Gatts sonreía. Hacía unos instantes había perdido su yelmo de un mazazo que en el último momento había podido amortiguar. Notaba su frente caliente, ahora lo veía todo teñido de rojo. “¿Dónde está?” – reía. Cada vez se sentía más pesado. Sus rodillas apenas le respondían de la feroz lucha, pero el brazo no le temblaba. Con cada paso los pies se le hundían en el barro. Oía los chasquidos de los cascos al aplastar los cuerpos de los caídos, de las hojas chocar salvajemente, de las flechas penetrando los escudos, pero no conseguía distinguir los gemidos de dolor, los sollozos de desesperación… “¿Dónde estaba?” – no lograba comprender. Únicamente había sitio para los gritos de los soldados envalentonándose. Alzó el puño y se lanzó decidido hacia el frente enemigo sin temor a la muerte en un nuevo intento de encontrarlo. Era el sueño de cualquier guerrero, nadie titubeaba, aún tras caer abatidos, sus contrincantes ofrecían resistencia y les tenía que ensartar varias veces hasta que dejaban de moverse. Una saeta le atravesó el muslo derecho. Gatts soltó una carcajada. Se arrancó la flecha y se abalanzó renqueante hacia su agresor. Este, lejos de amilanarse, desenvainó la espada y le infligió un severo corte en la otra pierna. Gatts quedó arrodillado. Se le nublaba la vista. Ya quedaban unos pocos soldados en liza. En unos instantes vendría la segunda oleada. Levantó la mirada de la tierra húmeda para ver como la hoja de su atacante le caía a plomo sobre su cabeza. “No estaba, ¿dónde había ido?” – seguía interrogándose. A pocos centímetros del fatal golpe, Gatts pudo interponer su escudo que se astilló en mil pedazos. Sacando fuerzas de flaqueza, embistió desde el suelo a su enemigo que quedó tumbado. Sin dudarlo, se le echó encima, desenfundó su estilete y le seccionó la carótida. El sarraceno pereció sonriendo. “¿Por qué no estaba?” – volvía a preguntarse. Gatts se apoyó en su espada y trató de levantarse. El esfuerzo fue en vano, había perdido mucha sangre. Se desplomó boca arriba observando las estrellas. Ahora estaba seguro, el miedo les había abandonado.

Gatts cogió una bocanada de aire. No había tiempo para relajarse. El segundo asalto estaba cerca y, si no se ponía en pie de inmediato y regresaba a su línea en la formación, sería carne de cañón para el grueso de las tropas enemigas. El ambiente ya olía a podredumbre. Las heridas aún le dolían, pero Gatts se armó de valor y se arrastró hasta las filas cristianas. Una vez allí, le pusieron un par de vendas para frenar las hemorragias y ya se dispuso en su sitio preparado para recibir órdenes de nuevo.

En el pelotón, los soldados rasos hablaban despreocupados bajo la mirada reprobadora de los generales. Al igual que horas antes, unos comentaban cómo le pedirían la mano a la hija del señor sin temer las posibles consecuencias. A diestro y siniestro se oían las voces de los hombres más humildes dispuestos a hacerse escuchar. El mismo Gatts se había empezado a cuestionar el por qué iban a conquistar a los infieles si, al fin y al cabo, eran hombres como los demás.

Pasaron los minutos y los sueños de unos y otros se diluyeron en la noche. Había llegado el momento de la verdad, los dos ejércitos reagrupados volvían a encontrarse cara a cara. Los tambores de guerra latían de nuevo. La infantería al frente, los arqueros detrás, la caballería cubriendo la retaguardia. Los generales repasaban sus filas y las preparaban para el último asalto. Sonaron los cuernos de guerra y descargaron las primeras ballestas. Pronto los dos bandos se vieron inmersos en la batalla. Gatts repelía las embestidas de los moriscos, pero no contraatacaba. Se limitaba a defender a la expectativa. Los golpes de sus rivales no se parecían en nada a los de la escaramuza anterior. Los capitanes arengaban a sus compatriotas, pero los vítores no surtían efecto. La danza proseguía y, entonces, con la llegada del alba, en lo alto de los montes colindantes aparecieron recortadas centenares de figuras. Eran los habitantes de la región, dispuestos a pelear por su tierra y a expulsar a los invasores. Al unísono, corrieron desde las carenas como una horda de salvajes abalanzándose sobre los agresores blandiendo sus horcas, sus hoces, sus palos y sus hachas. Los campesinos no distinguían a moros de cristianos, fueron directamente a por los cabecillas, arrasando con todo lo que se interponía a su paso. Gatts se les unió. Al fin volvía a encontrar una motivación para luchar. Y como él, muchos más le siguieron. La batalla recobró la fiereza. De nuevo volaban extremidades en vez de cometas y los charcos de sangre se alimentaban de carne fresca. Gatts no podía dejar de reír.

Poco a poco fue amaneciendo. El sol estaba escondido detrás de una espesa capa de nubes de tormenta que presagiaban el devenir de la batalla. Entre choque y choque, Gatts pudo divisar una nueva silueta en lo alto de la colina más cercana. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se deshizo de su enésimo oponente atravesándole el cuello con la espada y puso rumbo a la cima. El pulso le temblaba. Toda la contienda parecía verse arrastrada hacia allí. Hacía frío, viento, había empezado a llover, tenía los huesos calados de humedad. A los lugareños se les estaba agotando la energía. Era como si una presencia les estuviera absorbiendo las fuerzas. Sabía lo que ocurría, el miedo había regresado.

Gatts se abría paso cada vez con más facilidad. Los hierros rivales ya no oponían resistencia, sus hojas se doblaban al igual que lo había hecho su voluntad. Ya sólo se oían sus botas rompiendo el manto de escarcha. Metro a metro, llegó a la cumbre. El miedo le aguardaba. Era un ser oscuro, que se tragaba toda la luz a su alrededor. Los guerreros, los campesinos que instantes antes combatían embravecidos, tiritaban ahora indefensos, las manos, los pies, el pecho, los labios habían quedado completamente inmóviles, paralizados. Apenas podían sostener sus armas, sólo querían huir, pero el pavor que se había adueñado de sus almas se lo impedía. ¿Cómo habían osado ser tan intrépidos? ¿Cómo se habían atrevido a revelarse contra el orden establecido? Las lágrimas les brotaban de sus ojos a borbotones. Habían caído postrados ante aquel ser que todo lo poseía.

Gatts no estaba dispuesto a sucumbir. Sin miedo, quedaba al descubierto la más pura naturaleza humana. Cada cuál haría lo que desease, sin temor a las represalias, sin temor a las opiniones de los demás, a ser rechazado, a no cumplir con las expectativas. Prevalecería la maldad o se impondría la bondad. Daba igual… sin miedo, todos tenían una oportunidad. Gatts agarró con firmeza la empuñadura de su espada. Se plantó delante del ser oscuro y proclamó al viento. “¡No te tengo miedo!”. Alzó el hierro, le atravesó el vientre y así pudo apaciguar sus insaciables ansias de venganza.

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